Cada guerra necesita su urdimbre de justificaciones, un cáñamo de agravios anudados. Todos los bandos reclaman justicia, y es cierto que la historia reciente o remota suministra un amplio surtido de atropellos y agresiones aún en carne viva. Pero, en una paradoja radical, los conflictos bélicos se construyen como castigo colectivo, una condena esencialmente injusta, simiente de nuevos rencores. La violencia arrasará a gentes que no tienen culpa ni control sobre las causas del enfrentamiento. No se trata de un daño colateral, sino de una estrategia perversa que nutrirá guerras futuras.

Este odio vengativo crea máquinas de destrucción destinadas al futuro, un horror retardado. El fotoperiodista Gervasio Sánchez ha documentado durante décadas la devastación de las minas antipersona en Camboya, Afganistán, Colombia, Bosnia o Mozambique, algunas de las zonas más castigadas. Las estadísticas revelan que sus explosiones alcanzan a civiles en el 90% de los casos. Estas armas se diseñan para causar heridas graves sin llegar a matar, una prestación que, según Amnistía Internacional, algunos fabricantes destacan todavía hoy en sus catálogos publicitarios: “Es mejor mutilar al enemigo que matarlo, ya que una persona inválida supone un coste económico, social y moral mucho más dañino que el de una persona muerta”.

Al cumplirse 25 años del Tratado de Ottawa, que prohibió producir, almacenar y colocar minas, Gervasio Sánchez publica Vidas minadas, donde dirige la mirada a quienes son el cuerpo del recuerdo, la piel de la memoria, el muñón doliente de la guerra. Atisba con máxima delicadeza sus rostros y sus logros, no sólo el vacío de la carne arrebatada. Ofrece luz y homenaje a quienes sufren, y tiene la elegancia moral de retratarlos más allá de su condición de víctimas. Por la galería de este libro desfilan niños que desencadenaron la explosión mientras jugaban o al agarrarse a la rama de un árbol para orinar al borde del sendero. Camino al mercado o al colegio. Jóvenes en los campos de cultivo, cosechando café, plantando frijoles o buscando leña. Esta munición cruel, concebida para que no cicatrice la llaga del combate, para que no se desacostumbre el miedo, prolonga una guerra perpetua que invade la paz y mutila el futuro. La imposibilidad del alivio. Son armas baratas, la calderilla del combate, pero nadie invierte después en desactivarlas –bombas arrojadas al porvenir, francotiradores perennes, siempre al acecho–. Llamadas con expresión chirriante “minas antipersona”, infligen sus heridas a los seres más vulnerables: refugiados, migrantes, campesinos, chiquillos. En las posguerras, la población regresa a los hogares abandonados. Sus tierras y sus carreteras están minadas, pero necesitan trabajar. Sólo pueden subsistir cercados por el enemigo invisible. Tienen que jugarse la vida para ganársela.

Ya en época antigua, los héroes clásicos practicaban con esmero la crueldad hacia los inocentes. En Las troyanas, de Eurípides, Ulises arroja a un bebé desde lo alto de la muralla, mientras que Ayax viola brutalmente a Casandra en el templo de Atenea. También la democrática Atenas, tan orgullosa de sus logros cívicos, ejerció la barbarie contra las ciudades conquistadas. Tucídides narra el asalto a Melos, donde los atenienses ejecutaron a todos los hombres adultos y vendieron a mujeres y niños como esclavos. El filósofo romano Séneca, siglos después, escribiría en sus Epístolas a Lucilio: “Los homicidios individuales los castigamos, pero ¿qué decir de las guerras y del glorioso delito de arrasar pueblos enteros? Elogiamos hechos que se pagarían con la pena de muerte porque los comete quien porta insignias de general. El ser humano, el más dulce de los animales, no se avergüenza de hacer la guerra y de encomendar a sus hijos que la hagan”. Esta espiral vengativa hacia los más humildes continúa cercenando vidas cotidianas. Las minas antipersonas, los bombardeos y secuestros, los asedios, las armas químicas y otras modalidades de muerte latente prolongan todavía hoy la terrible paradoja bélica de los crímenes indiscriminados.